Por Natacha Visconti | ver perfil
La inmensa fila de autos no nos permitió llegar motorizados hasta las puertas del Camping América, donde se celebraba una nueva edición de la maratón acuática “El reencuentro de los delfines”, en San Pedro. El calor era agobiante, pero a pesar de eso nos pusimos malla, bronceador y vaselina y, con gorra y antiparras en mano, nos subimos a los micros que nos llevarían a la largada de la carrera de 7km.
El aire acondicionado de los transportes para los nadadores no estaba encendido. Dicen que porque nos resistimos a cerrar la ventanillas, a pesar de que las gotas, producto del calor, recorrían nuestros cuerpos semidesnudos. (Tal vez los micros no tenían aire y nos dijeron eso para que mantengamos la calma).
Los nervios antes de la largada fueron aumentando en proporción a la cercanía del punto de partida. Una vez en el agua, ya todo pasó. Fue puro placer. Nos remojamos y chapoteamos en el agua hasta que la sirena de prefectura se hizo oír. La largada fue como tantas otras, un poco caótica al principio, con manotazos y patadas incluidas, pero al poco tiempo pude encontrar mi propio ritmo y sobre todo, un lugar en el río en donde nadar.
El agua estaba exquisita. Lograba regular la alta temperatura del cuerpo al sol y el fresco del oscuro río. Enseguida pude encontrar un ritmo y ubicarme junto a un pelotón de nadadores con quienes compartimos todo el trayecto río abajo hasta el “gran barco gris” que nos indicaría la llegada, el final de la carrera.
Este desafío tenía el valor agregado de ser la última carrera que nadaría por ahora (no creo que por mucho tiempo) con mis compañeros de entrenamiento, los Swimmers, y además la única de esta temporada.
El nado fue intenso, el sonido de la respiración creaba un ritmo que cada tanto necesitaba romper, cambiar a otro, otra combinación que renovara el aire y me permitiera seguir. Nadar más largo, estirarme en cada brazada, acelerar, dosificar y recuperar fuerza.
Cuando me di cuenta ya estaba en la recta final, acelerando, buscando las boyas para no seguir de largo. Un pie hundido en la tierra, el otro, y ahí estaban mis compañeros recibiéndome con cámaras, abrazos y una mesa con unos pequeños vasos de agua y algunos duraznos para recuperar energía.
Lo que vino después fue un gran festejo con amigos, manjares y bebidas. La premiación se hizo esperar, pero la tarde invitaba a quedarnos cerca del río y demorar el regreso a la gran ciudad. Eso hicimos, y permanecimos en la ribera tendidos sobre la arena hasta que sobrevino la noche y la luna iluminó el río.
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