Por Verónica Morano | ver perfil
La convocatoria para comenzar la temporada de aguas abiertas es un ritual para los nadadores entusiasmados por disfrutar de las aguas naturales del territorio argentino. Este año se sumaba la expectativa por los 20 años ininterrumpidos del clásico maratón acuático 9K de Baradero.
El municipio se ubica en la provincia de Buenos, en el km 141 de la Ruta Nacional 9 y lo bordea el río que lleva su nombre, un brazo del Delta del Paraná que desemboca en el Paraná de las Palmas. Recorre una distancia de 46 km y en su extensión ocupa entre 85 y 90 metros de ancho.
El sol se animó desde la mañana temprano y el ambiente se calentaba con el correr de las horas, en un día despejado. Esta vez éramos 773 participantes, locos aguerridos para la mayoría de las personas ajenas a la natación, quienes reciben con sorpresa y admiración nuestro esfuerzo por abrirnos paso río abajo. Al desafío mayor se suma una carrera de 2K y una para niños.
Durante la charla técnica, los organizadores anticiparon a los nadadores que saltaran en el agua y se salpicaran antes de comenzar y eso fue una clara señal de que dicho blanqueo de información no podía ser una verdad a medias. Luego de que los nadadores de la 2K volvieran para confirmar que el agua reservaba la misma temperatura que los picos de nieves eternas, algunos comenzamos a engullir bananas, cereales, frutas secas y pastas frías para enfrentarnos con energía al desafío.
Mejoras a la vista
Hubo más servicios de transportes de micros para quienes nos negamos a trepar en 4 patas 2 metros para ingresar a una tolva oxidada de camión de basura. No puedo dejar de asombrarme cada año por la proximidad de los cuerpos semidesnudos, envaselinados hasta la médula, charlando distendidos en un transporte público. Los vehículos nos acercaban al punto de largada, 2 km más arriba. Atravesamos el camping desde donde se hacía la largada y nos ubicamos en espacios precintados, según categorías.
La elite recibió el primer aplauso animador ante la señal de largada y le seguimos las mujeres mayores de 25. Siempre salimos apesadumbradas porque los hombres que esperan un rato más en tierra nos pasarán por encima tarde o temprano, sin miramientos para con el género femenino. Incluso, para subir a los micros sólo unos pocos nadadores de CUBA –club que casualmente no acepta a mujeres en su sede- nos cedieron la prioridad de paso.
Estrenamos un incómodo chip descartable para monitorear nuestro recorrido. El adminículo plástico atado con velcro a la muñeca se asemejaba a un reloj pulsera que bien podría funcionar como suvenir de un cumpleaños infantil.
Sabiendo que “el que avisa no traiciona”, las mujeres nos zambullimos en el agua helada con escaso margen para recuperar la respiración. Por suerte, éramos tantas que el tránsito se tornó pesado para nadar con comodidad, lo cual nos permitió recorrer unos cuantos metros con la cabeza afuera hasta posicionarnos más a gusto, con menos pies batiendo sobre nuestras cabezas.
Sin más que asumir la inmensa soledad de encontrarnos con nosotros mismos brazada tras brazada durante alrededor de una hora, los pensamientos van cambiando con el paisaje. Varias semanas antes me sumergí –y casi me ahogo- en literatura para nadadores, léase una suerte de consejos de grandes entrenadores que buscan generar pensamientos positivos para los desafíos deportivos. Muchos de estos comentarios de autoayuda me sacaron varias sonrisas sobradoras, pero quizás la suma debe haber predispuesto mejor mi habitual visión negativa.
Las vacas alineadas en la vera del río tenían la mirada clavada en tanto bullicio, el cielo estaba inmaculado y pensé en la canción que tenía preparada para acompañarme, pero su ritmo se había esfumado con el frío… Recordé entonces el recital de Café Tacuba del día anterior y encontré temas para entretenerme mientras intentaba mentirme que no sentía frío. ¿De eso se trataba? ¿Había aprendido la lección?
Lo ideal era apurarme porque cada segundo de agua fría recorrido convertía las extremidades en cubitos inmóviles, con grandes chances de volverme estatua. Más allá de la temperatura, la carrera se presentó sin sobresaltos, con energía y mucha fuerza mental. Cuando comencé a sentir la vibración que genera tanto braceo simultáneo me di cuenta que los varones estaban próximos. Una chica de gorro amarillo braceó con la cabeza afuera un rato y logré preguntarle si el tumulto que se veía próximo era el fin del recorrido. Se puso eufórica al afirmarlo, entonces apuré mi pasada y activé el modo “sprint final”.
Al llegar nos esperaban varios ayudantes para enderezar el cuerpo y recordé la advertencia del organizador quien, en la charla técnica, nos había pedido mucha atención al pisar el terreno “rústico” de la llegada. Las lluvias de los días previos no habían permitido la descarga de arena para facilitar nuestra salida sin lastimarnos. Sentí como cuando uno va a comer a Palermo, donde una milanesa con fritas puede pasar a convertirse en “tiernos medallones de lomo envueltos en finas hierbas acompañados por papas rústicas”, tan sólo porque nadie las quiso pelar… Aplaudo la picardía, a pesar de que mi rodilla se abrió en dos al trastabillar en la salida.
El arco inflable cantaba un sonido de chicharra ante cada pisada de un nadador, previo al menú de recepción que invitaba con leche, cereales y frutas cortadas para degustar. Logré probar unos cuantos copos antes de que mis brazos, que se movían descontrolados, tiraran todo al pasto.
La mayoría sufrió con el frío y esta vez no fui la única que penó por su carne magra. Los micros y camiones vinieron en nuestra búsqueda para dar por finalizado, otro año más, un desafío que nos motiva para seguir braceando cada vez mejor.
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