Por Verónica Morano | ver perfil
Desafío es bancarse una horita nadando en el agua de río en un día frío y nublado, que invitaba más a subir el cierre del buzo hasta pasado el cuello que a quedarse en dos piezas para remojarse en el agua. Más allá de un labrador inquieto en busca de una rama, algún parrillero adobando la carne o un pescador amateur, pocos se acercaban al agua.
Las cuatro horas que mediaron entre la inscripción y la largada se hicieron de chicle globo. Siempre a la espera –infructuosa- de que un rayo de sol comenzara a calentar el ambiente, los 5 atrevidos del grupo Swimmers nos echamos a retozar sobre unos pareos extendidos en el pasto húmedo.
El auto nos sirvió como refugio del clima cuando se hacía difícil sostener el buen ánimo a la intemperie. Una prolongada charla sobre el contenido de la parrillada de la siguiente carrera larga de Paraná nos entretuvo hasta la hora de picar algo.
Antes de nadar, la mayoría suele engullir alguna pasta seca fría o un arroz desabrido para energizar el organismo. Nunca soy de la partida, pues las carreras se anuncian para el mediodía y dejo el almuerzo para el regreso, siempre tardío. Pero todas se atrasan y la comida del mediodía termina siendo a la hora del five o’clock tea, con suerte.
Dado que en esta oportunidad la anunciaban directamente a las 15hs, no podía pensar en ingerir algo tantas horas más tarde. Así fue como saqué mi recipiente plástico que contenía granos de arroz hervido, albahaca y nueces. Al séptimo bocado ya nos mirábamos todos con cara de aburridos por masticar este appetizer nutritivo pero monótono y de inolvidable pesadez para mi digestión lenta.
Mi ánimo se veía perturbado por la sensación térmica y por el hecho de haber confirmado previamente con la señora del vestuario que las duchas sólo disponían de agua fría - una falta imperdonable.
Puntualmente a la hora acordada, nos subimos en cuero a los micros para transitar los 8 km hasta la largada. Un buen baño de aceite esmeralda que suele llevar mi amigo Julito me hubiera contenido del frío pero temía espantar a los pasajeros con ese olor. Alguien se ocupó de tomar lista prolijamente a los nadadores tildando los nombres en una hoja.
El agua estaba fría y su color marrón intenso asustaba. Recorrimos unos pocos metros para mojarnos un poco y enseguida alguien comenzó a contar en descenso hasta que sonó el silbato de largada. Si bien estábamos amontonados, no sentí golpes preocupantes
En ese momento, me pregunté por qué la carrera llevaría ese nombre y, con cierto temor, comencé a pensar en el honor que le estaríamos rindiendo al felino americano dorado que habita en las zonas pantanosas de América. Traté de pasar rápidamente a otro tema que me reportara un poco más de felicidad.
Salí más fuerte de lo necesario y sostenible. Me sentía acompañada por varias gorritas coloridas que iba identificando para no separarme del pelotón en el que me encontraba, mientras relojeaba la presencia constante de los remeros que nos acompañaban a cada vera. Si bien las motos no son fácilmente visibles cuando van y vienen por el curso de agua para supervisar a los nadadores, sí lo es su paso que repercute en la cantidad de líquido que uno traga en las siguientes brazadas.
El recorrido no lo tenía visualizado con antelación pero el Yaguarón es un brazo que nace del Paraná a la altura de San Nicolás. Desafortunadamente, el organizador no nos alertó en la charla previa de una terrible “s” que hace el río. Al llegar a unas boyas y un andarivel -en muy buen estado por mi parte- me alegré por un instante de que hubiera alcanzado la meta aunque la escasa cantidad de gente alrededor me hizo pensar que ese no era el fin.
Las antiparras me negaron la visibilidad casi toda la carrera así que hice grandes esfuerzos por entender lo que sucedía. Ahí apareció Rober en la misma encrucijada. Lo seguí pero continuaba sintiéndome perdida. El resto del pelotón se había alargado perdiendo su forma inicial. Nuevamente tuve que girar la dirección de mi cuerpo hacia el lado opuesto cuando advertí que me estrellaría contra una margen. Al rato entendí que había nadado con forma de letra y que seguro faltaría bastante. Esta incertidumbre me jugó una mala pasada, pues no sabía si malgastar o invertir mi energía restante.
Intenté entonar “Far away, far away” sin éxito porque estaba enfocada en la duda. En el acto de desempañar las antiparras una vez más, consulté al bote más próximo cuánto faltaba - una apuesta difícil en esas circunstancias, pues la repuesta puede ser determinante para preferir conocer el fondo del río al instante o bracear hasta no sentir esas extremidades.- “700 metros”, afirmó. Me iluminé de alegría porque ya me sentía cansada. Nadé contenta aunque dolorida.
Al rato de no ver la meta y de sentir la presencia quejosa de bíceps y tríceps, concluí que yo nado más rápido esa cantidad de metros de lo que mi percepción me permitía recordar. Traté de refrescar el diálogo efímero con el botero y revisar si el número escuchado había sido el correcto. Busqué cortar la inercia en el sprint final, divisé la iglesia a una distancia razonable. Me pregunté si sería la que mi mamá suele visitar de vez en cuando, tan grande, tan moderna, tan distinta a las construcciones antiguas a las que uno está acostumbrado. Me arrastré hacia ella encomendándome a la virgen y divisé a los que ya habían llegado.
Por fortuna, siempre hay ayudantes que colaboran para que uno adopte la posición vertical con rapidez al tocar la arena con las manos. En la manga, alguien se ocupó luego de cortar el código de barras de mi malla, ofrecerme una deliciosa y jugosa media naranja y poner en mi mano una botella de agua. Tati, la más rápida entre todos y todas, nos esperaría con toallones secos. Allí estaba sonriente y victoriosa, con los vouchers para el snack, que resultó ser un súper sandwich con más agua.
Una vez más, me sentí feliz de haber vencido mi miedo al clima, de haber invertido el día lejos de la familia y de seguir en forma para darme estos gustos bien acompañada.
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Una de cal y otra de arena
Grande fue la sorpresa de Vicky y la mía cuando al salir de la ducha caliente –finalmente había- escuchamos una voz al micrófono nombrando nadadores. Pensamos que estaría calentando las cuerdas vocales, pues no habrían pasado más de 20 minutos entre nuestra salida y el término del baño reconfortante. Efectivamente, al acercarnos confirmamos que estaban nombrando a los ganadores.
A pesar de la rareza de un podio improvisado sobre una camioneta - ¡la moderna tecnología llegó por fin a las carreras!, qué bueno que este organizador descubrió las bondades de usar un código de barras para cada nadador, cargar datos con un scanner al alcanzar la meta y pedirle a “Don Excel” que se ocupe de posicionar a los que llegaron. ¡Todo eso estaba impreso y pegado al costado del podio en escasos minutos! Qué alegría saber que existe una persona que puede hacer un buen uso de los adelantos tecnológicos, tan esquivos en otras carreras en las que solemos esperar una hora y media para saber los resultados. Sentí el placer del primer mundo. Incluso la rapidez en la mención de las categorías casi no daba tiempo a tomar la foto a los tríos ganadores.
Por primera vez tuvimos que posponer el mate para después de los resultados y nos terminamos quedando para disfrutar un rato del sol que había aparecido casi al finalizar el recorrido.
Todo organizador debe hacerse cargo de las instalaciones que ofrece como parte del precio que uno abona en una carrera. No debiera ser tan difícil tener un baño limpio, con luz, con agua, con duchas de agua caliente y que no se inunde. Por más dedicación que ponía la señora a cargo del vestuario de damas, verla cargar infinitos baldes de agua en un grifo externo al baño para echar a los inodoros me pareció prehistórico e innecesario. No estuvo a la altura.
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